Yáñez
se va adormeciendo de a poco. Los sentidos envueltos en el olor dulzón del
desinfectante de ambientes. Una semisonrisa adosada a los labios. Abrazado al
reflujo de esa voz proveniente de una vigilia que cada vez queda más lejos y que
parece arrullarlo.
De Lauro, además del nombre, le habían llamado la atención
dos cosas: que fuera tan joven y que no sintiera frío. La primera, porque le
hizo preguntarse qué clase de estrago debe suceder para que tan pronto pueda
verse ya malograda cualquier tipo de autoestima. Y la segunda, porque ese día
hacía un frío que calaba los huesos. Hará de eso más o menos unos doce años.
—Dos megalómanos hablando. Uno dice: a mí me mandó Dios a la
tierra para salvar a la humanidad. El otro lo mira fijo un rato y contesta: yo
no te mandé a ningún lado.
Mientras Yáñez termina de reírse Lauro le pide un
cigarrillo. Él le entrega el atado y hace un gesto para que se lo quede. Es una
mañana de Junio. El viento helado se encajona entre las columnas de la galería
y corta el aliento. Lauro lleva una camisa de mangas cortas y ojotas y toma un
mate frío tras otro. Cada tanto, se hace una escapada al baño para recargar la
pava con agua de la canilla.
—¿No sentís
frío?— le pregunta Yáñez.
El otro lo
mide unos segundos durante los cuales pestañea tres veces.
—Si el
reglamento lo permitiera andaría en cueros…
Mientras Yáñez
piensa qué contestar, Lauro agrega:
—…el frío no
existe, es un estado mental, como la razón y la locura. Como la memoria. Yo,
por ejemplo, cuando veo una cara, no me la olvido en la puta vida.
Tiene una voz
vidriosa. De corresponderle un color, Yáñez piensa que le pondría el verde. Debe
tener dos o tres años menos que él. En todo caso, no más de veinte. Y a partir
de aquel día, cada vez que Yáñez llega, lo primero que hace Lauro es contarle
el chiste de los megalómanos. Yáñez le sigue el juego y ensaya dos o tres
risotadas. Entonces, el otro se siente habilitado para pedirle cigarrillos.
Rocío no
llega a conocer a Lauro pero por la descripción que le hace Yáñez dice que lo
más probable es que se trate de una psicosis. La conoció en una fiesta de la UBA. Está en el último
año de psicología y cursa psicopatología en el Borda. Los sábados por la mañana
tiene una práctica de la cual se sabe cuando comienza pero no cuando termina.
Él llega antes del mediodía. Para matizar la espera se pone a charlar con los
internos que deambulan por el patio. Aquello dura lo que ese invierno, y hoy
por hoy, lo que perdura de ella es apenas el vislumbre de algo construido por
una superposición endeble de capas intercambiables: joven, alta, no bella,
esquiva y ardiente. Aunque cualquiera de estos atributos pueda ser reemplazado
por su opuesto sin que la verdad se desvirtúe en lo más mínimo. No vuelve a
verla, ni tampoco se lo propone nunca.
Lauro fuma
con apuro, como si estuviera en el hall de un cine y ya hubieran apagado las
luces en la sala. Entre cigarrillo y cigarrillo se ceba un mate que sorbe del
mismo modo. Los dientes ajados, marrones y brillantes, parecen caramelos de
leche a punto de disolverse entre sus labios. Suelta el humo por la nariz y la
boca al mismo tiempo, en bocanadas profusas: da la impresión de que el humo
fuera algo con lo que su cuerpo estuviese relleno. Mientras, entorna los ojos y
los pasea en derredor. Cada tanto, le sobreviene un acceso de tos que lo dobla
al medio y que se interrumpe de manera abrupta cuando escupe hacia un costado
un líquido viscoso del mismo color que los dientes. Entonces, enciende otro
cigarrillo y continúa con lo que estaba contando. Las palabras recién se hacen
inteligibles cuando logran apartarse de ese humo que las envuelve:
—...a los 18
años asesina en un atentado al jefe de la Federal —dice.
Hace una
pausa. Descansa el peso del cuerpo sobre una pierna y de inmediato sobre la
otra. Sus movimientos crean una ilusión óptica que parece expandirse cuando
queda estático. Continúa:
—Por ser
menor de edad se salva de que lo fusilen pero lo mandan a la cárcel de Ushuaia.
Cada año, cuando se cumple el aniversario del atentado, lo llevan a una celda
de castigo en la que lo tienen durante un mes a pan y agua.
Se ceba un
mate sin quitar la vista de algún punto que eligió por encima de los árboles
del fondo. Lo toma apurado y sigue:
—Al tiempo,
escapa pero es capturado por un buque de guerra chileno y devuelto a los
carceleros argentinos. Enferma de tuberculosis. Pasa en Ushuaia veintiún años
hasta que el presidente lo indulta y lo expulsa al Uruguay. Ahí, vuelven a
encarcelarlo. Cuando queda en libertad viaja a España para pelear en la guerra
civil contra Franco. Terminada la guerra escapa a México y trabaja en una
fábrica de juguetes hasta su muerte…
Desplaza la mirada hacia las manchas grises que asoman por
encima de las nubes y la deja ahí. Se ceba dos o tres mates que sorbe con
urgencia. Enciende un cigarrillo con el filtro del anterior. Al fin, parece
recordar que no está solo y lo mira a Yáñez con extrañeza.
—Esta
historia es absolutamente cierta —dice, como si alguien lo estuviera contradiciendo—.
La leí en un libro.
Al
escucharlo, a Yáñez se le ocurre pensar que todos nacemos locos, sólo que algunos
continúan siéndolo. Hace un gesto de asentimiento tan imperceptible que de
inmediato se pregunta si llegó a concretarlo o si se extravió en la intención.
—Esa es mi
historia preferida —concluye Lauro—. Y vuelve a distraerse en el horizonte.
Yáñez está en
segundo de económicas. Tiene un profesor de apellido Pompei, keynesiano, que da
la clase con una pipa apagada en la boca. Dice que de ese modo distrae la
ansiedad por fumar. Un sábado, Yáñez se aparece por el Borda con una pipa y se
la ofrece a Lauro. Éste juega un rato con la pipa entre los dedos. Después, le
pregunta si se trata de una pipa:
—¿Esto es una
pipa, verdad? —dice sin el menor rasgo de ironía en la voz.
—Así es.
—¿Y para qué
querría yo una pipa?
Parece
ofendido.
Yáñez le explica que no es tan nociva como el cigarrillo.
Lauro da dos o tres chupadas al mate mientras reflexiona:
—Fumar para
que no te haga mal, además de una estupidez, es una cobardía —dice.
Le devuelve
la pipa.
Además del
chiste de los megalómanos y la historia del anarquista, Lauro tiene dos o tres
temas sobre los que vuelve una y otra vez: un cuñado suyo -subcomisario-,
vendrá a buscarlo para llevárselo a vivir con él y su hermana; en cuanto salga
se anotará en la carrera de medicina –quiere ser cirujano-. Y para que ello suceda
debe hacer buena letra. Cuando llega a la parte en que debe hacer buena letra
entorna los ojos y desvía la vista por encima de los silos amarillos de la empresa
Quaquer. No quiere oír ni nombrar la palabra Borda. Explica que para empezar a
desentenderse de su estado es necesario proyectarse mentalmente fuera de las
palabras que lo encierran. Como primera medida ha tomado la decisión de
suprimir el nombre de la institución de su vocabulario.
También da
minuciosa cuenta de las veces que concurre al baño. Anoche fui de cuerpo tres veces, anuncia con el tono de quien
cuenta los orgasmos que le provocó a su novia. Yáñez convalida su orgullo con
un frunce de labios.
Yáñez empieza
a aburrirse al poco tiempo. Trata de proponer otros temas de conversación pero
Lauro siempre se las ingenia para volver sobre los mismos tópicos: el alta
inminente, su cuñado subcomisario y la carrera de medicina. Yáñez nota cómo
cada sábado se ahonda un poco la ansiedad. Cómo, a pesar del delirio, a Lauro se
le hace cada vez más difícil sostener esa ficción.
La máscara de
la comedia, cada semana, tuerce un poco más las comisuras hacia abajo.
Hasta que
llega el día en que Lauro se ve obligado a que introducir una variante para que
el guión siga resultando verosímil.
—Vos podés
hacerme un favor —le suelta.
Lo expresa de
ese modo, como si acabara de descubrir que Yáñez tiene algo suyo que no le
sirve y que podría devolvérselo con gusto. Después de una serie de
circunloquios llega a la conclusión de que su cuñado olvidó la fecha en que
debía ir a buscarlo y le encomienda a Yáñez que lo ubique para recordárselo. Ni
siquiera sabe la dirección de la casa.
—Es en
Floresta —explica—. Cerca de Jonte y Bermúdez ¿Te ubicás?
Yáñez ni
niega ni asiente.
—En Bermúdez
y Elpidio González hay una zapatería, vos preguntás por Mimi y ella te va a
indicar dónde vive mi cuñado. Decile que me venga a buscar, que ya me dieron el
alta.
Le entrega
una hoja cuadriculada con un plano dibujado en tinta verde y se queda mirándolo
mientras Yáñez lo estudia. Por fin, Yáñez dobla el papel en cuatro, lo guarda
en el bolsillo interior del saco y le dice que se quede tranquilo. No aparece
nunca más por el Borda.
Yáñez se
considera un tipo pragmático. Rocío le explica que los internos gozan de un
régimen de puertas abiertas que les permite salir cuando lo desean sin que sea
necesario el consentimiento de los médicos. Que la mayoría se queda porque no
tiene adonde ir. Que los pocos que se van terminan viviendo en la calle y reingresando
al poco tiempo en peor estado que cuando se fueron.
El año
siguiente, cuando con los primeros fríos encuentra la hoja cuadriculada en el
saco, una nostalgia dulce lo abriga por unos minutos al rememorar la voz
asordinada de Rocío la tarde en que se separaron. Fue en un bar frente al
parque Lezama, a finales de agosto. El sol cruzaba en diagonal a través del
vidrio y levantaba una polvareda en la que Yáñez se refugiaba para no verla
llorar. Un rato después, mientras espere el colectivo, pensará que, al fin y al
cabo, él tampoco tiene necesidad de ningún consentimiento para irse. Lo mismo
que los locos.
3
En el preciso
momento en que Yáñez levanta la cabeza lo ve entrar: alto, el mechón flameando
sobre la frente, el conato de una sonrisa lista para ser exhibida en cuanto la
situación lo requiera. El traje, un talle más grande, le da un toque de
elegancia como a desgano. Camina entre las mesas con soltura, como si hacerlo
entrañara un riesgo que él ni siquiera se molesta en considerar. No necesita
abrir la boca. Antes de terminar de acomodarse sobre el taburete ya tiene un
vaso de whisky delante y una serie de platitos con entremeses que evalúa unos
segundos. Después, sonríe, y el chico de la barra parece agradecido. Yáñez ya
no puede volver a concentrarse en el resumen. Tiene la mesa cubierta de
apuntes, notas, fotocopias... Hace cuatro horas que resalta con un marcador
amarillo frases para luego, en una segunda etapa, volcarlas a la ficha con una
letra comprimida, diminuta, casi ilegible. Además de éste que está preparando,
le restan otros dos finales para terminar la carrera.
Todos los
días se repite la misma escena. Pasadas las seis, el tipo se detiene un
instante en la puerta como si sopesara la conveniencia o no de entrar al bar. Como
si fuera la primera vez. Como si de esa decisión dependiera algo trascendente.
Va hasta la barra con ese aire de joven experimentado que trasuntan las
personas que ya no son jóvenes pero que tienen dinero. Espera que le sirvan el
consabido whisky con ingredientes y ensaya una sonrisa complacida. El Portugués,
el mozo que lo atiende a diario, le dice a Yáñez que el apellido del tipo es la
marca de ropa interior femenina más cara de la Argentina. Que aparece y
desaparece del bar por temporadas. Que, en esta ocasión, hacía como un año que
no le veían el pelo.
Tres días
antes del examen, Yáñez se deja olvidada la billetera en su casa.
—Me vas a
tener que fiar hasta mañana... —le dice al Portugués.
Está en la
mesa que da al ventanal de la calle Junin, de espaldas a la barra. Lleva
consumidos dos cafés y una medialuna.
—¿Cuánto te
debo? —le pregunta al mozo.
—Usted no
debe nada, camarada. Pida lo que guste.
La voz le
llega de atrás, y al oírla, Yáñez piensa que podría ser la voz de alguien que
ha matado a un hombre.
—Se agradece —dice
Yáñez—. ¿Con quién tengo el gusto?
Debajo de la
sonrisa el tipo pronuncia un nombre y le extiende la mano. Lo invita a sentarse
junto a él. Hace un gesto al chico que atiende la barra.
—Ni la
primera ni la segunda —dice—. Pero sí la tercera vez que se coincide con otro
hombre en un bar ya debiera quedar uno en libertad para pagarle una copa sin
tener que rendirle cuentas ¿No le parece?
Yáñez siente
que por alguna razón esa forma de mirar le inspira confianza en sí mismo.
—Nunca me lo
había puesto a pensar —dice.
Beben whisky hasta pasadas las diez y después cenan en un
restaurante de la calle Corrientes. Yáñez deja la facultad. Pasa los siguientes
tres años como síndico en la empresa de ese hombre: su ambición no se centra en
el dinero sino en serle útil de alguna manera. No busca su reconocimiento, más
bien pretende demostrarle que está a la altura de las expectativas que el
propio hombre ha hecho crecer dentro de él.
Cuando el
hombre manda la empresa a la quiebra y desaparece de un día para el otro como
si se lo hubiera tragado la tierra, Yáñez necesita otros dos años y el doble de
esfuerzo para evitar terminar con los huesos en la cárcel.
4
Es como si
ante la imposibilidad de vivir todas las vidas Yáñez hubiera decidido, de
repente, no vivir ninguna. Está acostado bocarriba, desnudo, esperando que cese
el campanilleo de las llaves que cuelgan de la cerradura para levantarse y
volver a sumergirse en la bañera. Hace algo más de un mes que vive en el Hotel
Residencial Fernanda, en la calle Otamendi 118, a veinte metros de las
vías del ferrocarril Sarmiento. Con el paso del tren las paredes se estremecen
como si estuvieran bombardeando en la otra cuadra. Piensa en el fracaso. Se
dice que en el principio de todo, quién le asignó esa denominación, podría
haber escogido otro vocablo. Por ejemplo, mandarina. Y entonces, ahora, el
fracaso tal vez sería una fruta que se come a gajos y que se desintegra con
dulzura contra el paladar. La culpa no es de las palabras, piensa.
Son casi las
cinco de la tarde. Desde el mediodía no hace otra cosa más que ir de la cama a
la bañera y de la bañera a la cama. El calor en la calle es una cosa maciza,
brutal. Adentro, tiene la forma de una opresión en la garganta. Ha entornado
los postigos y en cada viaje se distrae un instante en abrirlos. Espía el
cielo: un bloque gris a punto de desprenderse de la tarde. O continúa este
calor o se desata la tormenta. En cualquiera de los dos casos, Yáñez piensa que
no quiere aventurarse a la ruta. Piensa que lo más prudente sería esperar hasta
mañana cuando el tiempo se presente un poco más razonable. Piensa, también, que
si no sale esa noche tendrá que procurarse algo para la cena. Y piensa, por último
-mientras se palpa la barriga- que desde que cumplió los 35 ha empezado a engordar. De
siete días de la semana cinco come empanadas. Tres y un vaso de vino en un
puesto debajo de la
General Paz , junto a las vías del Sarmiento. Donde se divide la Capital Federal de
la provincia de Buenos Aires. Pero no lo piensa así, como una secuencia, sino
como ideas desdobladas: mientras atiende a una, va captando otra al sesgo que
se relaciona con la anterior y con la siguiente. Por lo tanto el calor, la
indeterminación de salir a la ruta tal como tenía planeado, la protuberancia
que ha comenzado a insinuarse sobre su estómago, su edad y la alimentación
diaria, más algunas otras cuestiones colaterales asociadas con esas imágenes,
forman un cúmulo informe que ocupa su andamiaje psíquico y lo mantiene en
actividad. Hasta que el reflejo de un relámpago cruza los azulejos del baño y lo
saca de esas cavilaciones: contiene la respiración. Queda inmóvil esperando el
eco del trueno, que se insinúa con un delicado tintineo de las llaves para
enseguida explotar contra el ventiluz. Desde siempre, las tormentas le
parecieron un hiato liberador, un detenimiento, una forma de obligación
ineludible que empareja a todos los seres humanos en la espera de una misma
cosa. Una justificación a pedir de boca para mantenerse inmóvil y aparte. Ajeno
y sin culpa.
Ahora Yáñez
compra mercadería en los mayoristas de Liniers y la lleva a las provincias en
el Rastrojero. Lo que haya de remanente de aduana, lo que esté de oferta, lo
que sea. Le sirve para pagarse la comida y donde dormir mientras dure el viaje.
Porque el viaje es también parte de lo que se llama su vida. Algunos ya lo
conocen en los pueblos de mala muerte en los que para. A veces, le fían el
gasoil, otras, la semana de hospedaje. Cuando hace buen tiempo duerme en el
Rastrojero. En uno de los primeros viajes encuentra un libro en la pieza que
alquila. En la tapa trae la foto de Robert Redford y Mia Farrow. Deduce que se
trata de una de esas novelas que leen las mujeres. Se pone a buscar más rastros
de la mujer que olvidó el libro. Busca en el botiquín, debajo de la cama, en el
fondo del ropero. Después, abre el libro y lee en la primera hoja: Cada vez que te sientas inclinado a
criticar a alguien ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas.
Tira el libro a la basura antes de terminar la segunda página.
La tormenta
deja tras de sí una desbandada de hojas, las calles lustradas, el cielo como un
vidrio gastado. Yáñez se propone partir temprano, para no pagar otro día de
hotel y para evitar el calor del mediodía en la ruta. Desde la noche anterior
siente el estómago revuelto, eructa el sabor ácido de la carne picada, un ardor
le camina por el pecho hasta la garganta. Enfila por Gaona hacia el Acceso
Oeste. Desemboca en la ruta 7.
A los costados del asfalto dos lenguas de agua,
angostas, brillantes, duplican la luz estancada del cielo. El Rastrojero no da
más de ochenta. Esto le permite a Yáñez observar los campos hasta el horizonte.
La llanura le genera sensación de clandestinidad. Esas construcciones que sobresalen
rodeadas de árboles en la lejanía, como insectos patas arriba, se le antojan
refugios que la civilización no puede horadar. Un buen lugar para ocultarse si
alguien lo persiguiera. Pero nadie lo persigue y esto, en vez de alivio, le provoca
una ligera desazón. Llega a Baigorrita a mediodía. No entra al pueblo.
Estaciona a un costado de la ruta, debajo de un monte de eucaliptos y se echa a
dormir sobre una lona. La claridad baja a pique entre los árboles y se resiente
cuando se topa con las ramas. El viento se lleva el calor y en su lugar deja un
hueco que es ocupado por otro calor menos intenso que se va enfriando a fuerza
de sucederse. Como un frescor de segunda mano. Como si esa sensación proviniera
de un espejo olvidado en el fondo del monte. Cada vez que Yáñez abre los ojos nota
que la calidad de la luz es un poco más turbia. Hace dos, tres intentos por
incorporarse pero vuelve a dormirse. Finalmente, es el mismo dolor el que lo
despierta. El aire, ahora, es de color fucsia. Vuelve a la ruta. Conduce apretando
el acelerador con el pie izquierdo, a diez por hora, sosteniéndose del volante.
El dolor se irradia desde el vientre hasta la rodilla derecha, lo ciega, lo
embebe en transpiración. Cuando entra en la YPF ya es de noche. Desconecta el motor y se echa
de costado sobre el asiento.
Yáñez ha
perdido la noción del tiempo. Sabe que hace más de veinte minutos y menos de una
hora que está acostado en esta habitación. No tiene claro cómo llegó. No
recuerda que alguien le haya dirigido aún la palabra. Transcurre otro rato en
esa medianía que no es vigilia ni sueño y se acuerda del dolor recién cuando
oye voces a su alrededor.
Una mano que se
posa en su brazo derecho le hace abrir los ojos.
—Tranquilo. No
es más que una apendicitis. Soy el anestesista. Te vamos a operar y vas a estar
bien…
No contesta
porque no le parece que el otro espere una respuesta.
—Acá llega el
cirujano… —agrega la misma voz.
Yáñez percibe
que el olor que predomina en la habitación se ha modificado. Divisa una sombra
que se inclina encima de él:
—Cambiame la
cara, papi, que no ha de ser para tanto... —le dice esta nueva voz en tono
jocoso. Siente el pinchazo en el brazo izquierdo.
—Mirá,
mientras te toma la anestesia te hago reír un rato… —le escucha decir al
cirujano—. Resulta que hay dos megalómanos hablando. Uno dice: a mí me mandó
Dios a la tierra para salvar a la humanidad…
Entonces, Yáñez cierra los ojos.
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