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La tercer margen del río. Joao Guimaraes Rosa. Traducción: Espacio Potencial.

Nuestro padre era un hombre honrado, pacífico, práctico. Y así había sido desde muy joven y también de niño. Fue lo que me dijeron varias personas honestas a quienes pedí que me contaran. Y desde que yo mismo puedo acordarme, nuestro padre no parecía ni más raro ni más triste que cualquiera que los demás conocidos nuestros. Simplemente un hombre tranquilo. Nuestra madre era la que mandaba y renegaba todo el día con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo-. Pero pasó que un día nuestro padre se mandó hacer una canoa. 
Era un asunto serio. Encargó una canoa que tenía que ser especial, de tronco de viña, con una tablita muy pequeña en la popa, como para que entrara justo el remador. Tuvo que ser totalmente fabricada, de madera sólida y arqueada en seco, como para que durara unos 20 o 30 años en el agua. Nuestra madre maldijo aquella idea ¿justo él, que no era ducho en esos temas, iba a ponerse a cazar y pescar? Y nuestro padre nada decía. Por aquella época nuestra casa estaba más cerca del río, a no más de cuatro leguas, y en ese punto, el río se extiende amplio, profundo, siempre navegable. Muy ancho, hasta no poder verse la otra orilla. No puedo olvidar el día en que la canoa quedó lista. 

Indiferente, sin prestar demasiada atención, nuestro padre se calzó el sombrero y se despidió de la gente. No dijo nada más. No se llevó ni un atado de ropa ni un poco de comida, no dejó tampoco ninguna indicación. Todo el mundo pensó que nuestra madre iba a poner el grito en el cielo, pero ella permaneció impávida, se mordió los labios y gritó: "Si se va, a donde quiera que vaya, que no vuelva!" Nuestro padre se contuvo de responder. Me miró como al pasar, sereno, como invitándome a seguirlo unos pasos. Temí la furia de nuestra madre, pero le obedecí de inmediato. La situación me animaba. Finalmente le pregunté: "¿Padre, me lleva con usted, en su canoa?". Él simplemente se volvió hacia mí, me dio su bendición y me hizo un gesto para que me fuera. Hice como que me retiraba, pero me quedé escondido en un matorral para ver qué hacía. Nuestro padre subió entonces a la canoa, soltó la soga y comenzó a remar. La canoa empezó a alejarse proyectando la sombra alargada de un yacaré.

Nuestro padre no volvió. Pero, en realidad, no se había ido a ninguna parte. Inventaba la experiencia de permanecer en aquel espacio del río, justo en su punto medio, siempre dentro de la canoa, para no salir nuca más de allí. Lo extraño de aquella verdad nos espantó. Lo que nunca había sido, sucedía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron para considerar el asunto. 

Nuestra madre, avergonzada, mantuvo la cordura. De modo que todos pensaron lo que nadie quería decir: que mi padre se había vuelto loco. Unos pocos se inclinaron a pensar que cumplía una promesa, o bien, que nuestro padre, quién sabe, quizás por vergüenza de estar con alguna enfermedad, como si dijéramos, lepra, se abandonaba a otro modo de existir, cerca y lejos de su familia. Las noticias que nos llegaban de algunas personas -viajeros, moradores de las costas, desde los lugares más apartados de la otra orilla-, comentaban que nuestro padre nunca bajaba a tierra, que se quedaba siempre sentado en el borde de la canoa, de noche y de día, cruzando el río libre y solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes, pensaron que el alimento que tuviese en la canoa se tendría que terminar, de modo que él debería desembarcar y viajar hacia otras tierras para no volver nunca más, lo que parecía lo más probable, o bien que se arrepentiría y volvería para la casa.

Todos se engañaban. Yo mismo me las había ingeniado para llevarle cada día un poco de comida que robaba para él. Se me ocurrió esta idea la primer noche, cuando nuestra gente probó hacer fogatas en la orilla del río para, iluminados por ellas, clamar y llamar a nuestro padre. En los días que siguieron le llevé dulces, pan, algunas bananas. Espié a nuestro padre en esas horas tan arduas para sobrevivir. Permanecía sólo, lejano, sentado en la punta de la canoa que se suspendía en la superficie del río. De pronto me vio pero no remó hacia mí, no hizo la menor señal. Le mostré la comida, la deposité en el hueco de una piedra en el barranco, a resguardo de los bichos y de la lluvia y del rocío de la noche. Nunca dejé de hacerlo. Más tarde me llevé una sorpresa: me enteré que nuestra propia madre estaba al tanto de lo que yo hacía, pero se hacía la que no sabía, ella misma dejaba a mi alcance sobras de comida para que yo las pudiera conseguir. Nuestra madre no era muy demostrativa. 

Mandó venir a un tío nuestro, hermano de ella, para que la ayude en los asuntos del campo. Hizo traer a un maestro para nosotros, lo más chicos. Encargó a su propio padre que fuera a la playa del río para convencer y rogar a nuestro padre que dejara de insistir con esta idea tan triste. Además, para meterle miedo, ordenó venir a dos soldados. Nada de esto sirvió. Nuestro padre cruzaba por el río en su canoa, dejándose ver o disimulándose, sin dejar que nadie se acercara o llegara a hablarle. Incluso, cuando no hace tanto vinieron unas personas del diario -trayendo una lancha, con la idea de sacarle fotos-, no pudieron vencerlo. Nuestro padre desaparecía hacia la otra margen, penetraba de noche en el matorral que conocía como la palma de su mano, y, por entre los juntos, avanzaba leguas, y desde allí los espiaba.

Nos tuvimos que acostumbrar a todo esto. Pero, la verdad, es que nunca nos acostumbramos del todo. Hablo por mí, que -lo quisiera o no-, no podía sacarme a nuestro padre de la cabeza. Con lo severo que era no podía entenderse cómo es que aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, con calor, en las terribles heladas de medio año, desgreñado, solo, con su sombrero viejo en la cabeza, durante semanas y meses y años, sin tomar en cuenta que se le iba la vida. No tocaba nunca ninguna de las dos orillas, ni las islas y las costas del río, nunca más puso un pie en la tierra. Si por lo menos, para dormir hubiera afirmado su canoa en algún extremo de la isla, para descansar escondido. Ni siquiera armaba un fueguito, o aprovechaba alguno ya encendido, nunca más volvió a raspar un fósforo. Agarraba apenas un poquito de la comida que le dejábamos entre las raíces o en el hueco de la piedra de la barranca, nunca comía lo suficiente. ¿No se enfermaría? Qué pasaría con la constante fuerza que tenía que hacer con los brazos para mantener la canoa resistiendo corrientes, cuando el río crece y su correntada hace remolinos peligrosos con bichos muertos y palos de árboles entrechocándose. Ya nunca cruzó palabra con nadie. Nosotros tampoco volvimos a hablar de él. Solamente lo pensábamos. Es que a nuestro padre no se lo podía olvidar. Y si hacíamos que lo olvidábamos era solamente para traerlo de golpe a la memoria, como un sobresalto. 

Mi hermana se casó. Nuestra madre no quiso fiesta. Es que pensábamos en él cuando comíamos algo rico. Como también cuando, al resguardo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, torrencial, pensábamos a nuestro padre, en la canoa, sacando con una latita el agua del temporal. A veces, algún conocido encontraba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que ahora él estaba hecho un mendigo, barbudo, con las uñas todas crecidas, desarreglado y escuálido, ennegrecido por el sol y los pelos, con el aspecto de un bicho, y cubriéndose apenas con la ropa que le dejábamos, como si llevara taparrabos. 

No quería saber de nosotros ¿es que ya no sentía nada? Sin embargo, por todo lo que yo lo quería y por el respeto que le tenía, cada vez que alguien elogiaba alguna cosa que hacía, yo les decía: "Fue mi padre quien me enseñó a hacerlo así...", algo que no era del todo cierto ni exacto, era como una mentira piadosa. Pero, si la cosa era que ya no nos recordaba ni quería ¿por qué, entonces, no remontaba o descendía río abajo, hacia otras márgenes, lejos, para perderse para siempre? Sólo él lo sabía. Mi hermana tuvo un bebito, y quiso mostrar el nieto a su abuelo. Era un día hermoso y todos fuimos al barranco, mi hermana llevaba el vestido blanco que había usado en su casamiento. Levantó al niño en sus brazos, mientras su marido los protegía con una sobrilla del sol. Todos llamamos y esperamos. Entonces nuestro padre apareció. Mi hermana lloró. Todos lloramos abrazados.

Mi hermana se mudo con su marido muy lejos. Mi hermano lo pensó y decidió irse a la ciudad. Los tiempos cambiaban en el devenir rápido de los tiempos. Nuestra madre terminó yéndose también a vivir con mi hermana, había envejecido. Yo fui el único de todos que quedó. Nunca se me ocurrió casarme. Cargué con lo que la vida me imponía. Nuestro padre me necesitaba, yo lo sabía, navegando en la soledad del río, sin dar explicaciones. Cuando realmente quise saber por qué actuaba así, y pregunté sin vueltas, me comentaron que se decía que nuestro padre había revelado sus razones al hombre que le había construido la canoa, pero ese hombre ahora ya había muerto y no había hablado de esto con nadie. También corrían rumores sin sentido, como por ejemplo que, como en el comienzo de todo esto caían interminables lluvias, y el río crecía, todos creyeron que se venía el fin del mundo y pensaron que Noé se lo había anticipado a nuestro padre. Padre, no puedo condenarte. Ya me salían algunas canas.

Soy hombre de palabras tristes. ¿De qué tenía tanta, pero tanta culpa? Mi padre siempre haciendo ausencia y río-río-río, el río siempre presente. Ya sufría el comienzo de mi vejez, esta vida sólo era su demora. Ya tenía achaques, temores, reumatismo. ¿Y él? Seguramente tenía que estar sufriendo más todavía. Al estar haciéndose viejo ¿no perdería, días más, días menos, su vigor, hasta dejar que la canoa se volcara o vagara a la deriva, llevada por el río para despeñarse, con agitación y muerte, por alguno de los saltos terribles de su cascada. De pensarlo se me encogía el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de un dolor en mi alma que no conozco. Sabría si las cosas fueran distintas. De a poco me fui haciendo una idea.. 

¿Estoy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se decía, nunca más -en todos estos años- se la volvió a pronunciar. A nadie se acusaba de loco. Ninguno está loco. O, todos lo están. Entonces me fui para allá, con un pañuelo para hacerle señas. Estaba convencido. Esperé. Por fin apareció su figura por aquí y por allá. Iba sentado en la popa de la canoa. Cuando estuvo a una distancia en que podía escucharme, lo llamé varias veces. Le grité entonces lo que pensaba y quería expresarle, porque ya no podía aguantarme, tuve que alzar todavía más alto la voz: "Padre, usted ya está viejo, ya hizo su parte... Ya hizo suficiente, ahora venga... Padre vuelva que yo mismo, en este momento, tomaré su lugar..." Y, al decirle esto, mi corazón latió con fuerza.

Me escuchó. Se puso de pié. Manejó el remo del agua asintiendo, y enderezó hacia donde yo estaba. Yo me estremecí de golpe, porque antes él levantó un brazo para saludarme, el primer gesto después de tantos años!. Y yo no pude... Espantado, con los pelos de punta corrí, huí, me aparté como un loco del lugar. Fue como si hubiera visto un fantasma. Y no puedo dejar de pedir, pedir y pedir un perdón. 

Sufrí el frío del miedo que cala hondo, me enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre después de esta traición? Soy el que no fue, el que permanecerá callado. Sé que ya es tarde y me da miedo perder la vida por los caminos de este mundo. Pero entonces, que por lo menos, cuando me llegue la hora de la muerte, me pongan también en una canoita de nada, en esa agua que no para, de orillas anchas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro. Río.

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