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Evidencias del jugar hace diez mil años. Por Daniel C. Ripesi

En la zona del Alto Río Pinturas, en Santa Cruz, en un lugar de difícil acceso se encuentra La Cueva de las Manos, un sitio arqueológico en donde pueden verse pinturas rupestres de una antigüedad de 10.000 años. 

No es nada fácil llegar, hay que descender por el empinado Cañón del Río Pinturas para luego cruzar el río por un delgado puente y escalarlo después por el otro margen del río. El silencio es abrumador, lo hace evidente el viento patagónico soplando fuerte en los oídos y la respiración agitada de los caminantes que se esfuerzan en la trepada. Pero vale la pena el esfuerzo, del otro lado del maravilloso cañón está la cueva. En la ladera plana de la montaña del cañón está la entrada de la cueva, en sus laterales, por metros y metros, se ven las pinturas de escenas domésticas, de caza individual y colectiva, de animales de la zona (guanacos, choiques, lagartijas), de mujeres pariendo, de figuras geométricas u ovales, etc., que dejaron hombres que habitaron esta zona hace milenios. Impactan especialmente las siluetas de gran cantidad de manos marcadas con pintura en el frente y en los laterales. Aquellos hombres fabricaban con minerales de algunas piedras, tierra y sangre, unas pinturas que introducían luego en el segmento hueco de un hueso, apoyaban la mano sobre la pared y soplaban dejando escapar por el otro extremo una lluvia de pintura que registraba el negativo de la mano (lo que modernamente llamaríamos método de aerografía). Se ven en negativo, a veces combinando dos colores,  manos grandes y ásperas, pequeñas y delicadas, y -bien bajito en la pared- manitos de niños. Podemos pensar como motivación de tales pinturas rupestres, más allá de ciertas especulaciones arqueológicas muy eruditas, que a estos antiquísimos antepasados nuestros, simplemente les gustaba reunirse en familia para compartir y disfrutar del divertido juego de las manos en la pared. Esas pinturas de manos próximas, a veces superpuestas, algunas pocas con seis dedos, algunas de mano izquierda, en la que todos, niños, jóvenes o adultos, hombres y mujeres tenían su lugar, no parece tanto la evidencia de un ritual sagrado y solemne como la expresión distendida y alegre de un jugar compartido. No tanto entonces la acción de una reafirmación sacralizada (de una identidad, un credo, una religión, etc.), como el gesto lúdico y espontáneo de una exploración y descubrimiento compartido del mundo. El criterio de conservación arqueológica de estas pinturas increíblemente nítidas y coloridas es “no tocarlas”, ni restaurarlas ni conservarlas con ningún método artificial, simplemente dejar que el tiempo vaya diluyendo poco a poco su  vitalidad, como un hecho de desgaste natural, como ocurre con ciertos juegos que van perdiendo progresivamente su valor inicial y dan lugar (si existe esa capacidad) de renovar nuevos gestos espontáneos de búsqueda y exploración. 

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