Me abrió una anciana. Tenía la cara sinuosa como un vejamen y un fardo
de lana enrollado alrededor del cuello.
—Usted debe ser Insfrán —me dijo—. Pase. Lleva media hora tarde.
Yo no tenía la menor de idea de quien pudiera ser el tal Insfrán. Así y
todo, entré. Pensé en aclarar el malentendido en el pasillo, pero la vieja me sacó tres metros de ventaja. En el final del corredor me esperó junto a la puerta y se hizo a un lado para que entre. Me encontré con una pieza de paredes altas, una claraboya en el techo y una mesa en el centro. Alrededor de la mesa había tres tipos, uno con un turbante en la cabeza.—¿Y éste quién es? —preguntó el del turbante.
La vieja alzó los
hombros:
—Cómo. ¿No es
Insfrán?
—Si este es Reduro
Insfrán yo soy Sinuhé, el egipcio —dijo el tipo.
Pensé dos cosas: o
entre los tres hombres existía algún tipo de sobreentendido respecto de Sinuhé,
el egipcio o estaban fumados hasta las cejas. De otro modo no podría explicarse
que un comentario tan banal les produjera semejante algarabía. Estuvieron a las
carcajadas un minuto entero, al cabo del cual me encontré con una pistola
apoyada en mi sien izquierda. Digo pistola para simplificar, ya que bien pudo
haberse tratado de un revólver. De armas no entiendo gran cosa, y dadas las
circunstancias, esa no parecía la mejor ocasión para aprender.
—Sentate, pajarito
—me dijo el del turbante.
La pieza estaba
iluminada por un tubo fluorescente que pendía, lo menos, cuatro metros sobre
nuestras cabezas. Creo que si lo hubieran apagado, la visión general se habría
beneficiado ostensiblemente.
—¿Así que vos sos
Reduro Insfrán? —me dijo el que me apuntaba a la cabeza. Acaso porque había
vuelto a tentarse, el tono de sorna le salió sobreactuado.
—Me parece que hay un
malentendido —arriesgué.
—Un malentendido…
—repitió el único que hasta ese momento no había abierto la boca. A lo que usó
para hablar sería una exageración denominarlo voz. En la mejilla izquierda
tenía una cicatriz con la forma de un caballito de mar.
—En realidad, yo
estoy buscando a Miguela —dije.
—A Miguela… —repitió
el de la cicatriz.
—Tengo una deuda con
ella y…
—Una deuda con ella…
—volvió a interrumpirme. Parecía solazarse repitiendo las últimas palabras de
cada frase que yo pronunciaba. Busqué con la mirada a la vieja: estaba en un
rincón, con la vista clavada en un plato hondo, reconcentrada como si el plato
fuera un catalejo y ella el capitán Ahab.
—Ahora nos vas a
contar quién sos y qué carajo estás haciendo acá —terció el del turbante.
Entonces, el que me encañonaba, amartilló el arma:
—Somos todo oído
—dijo.
⚝⚝⚝
Cada vez que me
interpelaba un tipo con turbante mi vida daba un vuelco. De la vez anterior
estaba por cumplirse un año, y como recuerdo me quedó, indeleble, una marca
púrpura, en forma de medialuna, cruzándome la nuca. El día había comenzado
temprano, como siempre. A las siete de la mañana estaba parado en la esquina de
Broadway y Liberty, en la parte sur de Manhattan, delante de lo que me pareció
una disquería, contemplando una serie de retratos de Marilyn exhibidos en la
vidriera. Es increíble cómo al mirar a esa chica uno no puede sustraerse de
pensar que debajo de la ropa está desnuda. Y, también, que el éxito y el
fracaso son igualmente desastrosos. Cuando iba por la foto dieciocho en mi cerebro
empezó a resonar una frase que había leído hacía unos días en un sobrecito de
azúcar: “pierde una hora por la mañana y la estarás buscando todo el día”. Así
que me puse en marcha. Seguí por Liberty y al llegar al cruce con Church Street
desenrollé la manta y desplegué los sahumerios. En esa zona había turistas a
toda hora y durante el verano me gustaba arrancar temprano para hacer un break
a la hora del calor. Bajé la cabeza para encender un cigarrillo y cuando la levanté
me encontré con una especie de santurrón en desgracia: el hombre estaba vestido
íntegramente de blanco, con un turbante a cuadros en la cabeza y una barba
desgreñada hasta el pecho. Me pidió siete sahumerios.
—Seven —dijo,
señalando uno de los atados expuestos.
Por una cuestión de practicidad yo armaba
atados de diez que ofrecía a un dólar. Nada me impedía desarmar uno y venderle
siete sahumerios a setenta centavos. Pero lo impropio de su pedido instigó mi
intransigencia.
—Ten one dólar
—repliqué, impasible.
Creí que no había
comprendido. Nos miramos a los ojos unos segundos. Hasta que se puso a emitir
una serie de balbuceos entre los que pude inteligir el vocablo seven repetido
al menos tres veces.
—Ten or nothing — Me
mantuve en mis trece.
Se alejó vociferando
y lanzando imprecaciones hacia el cielo. Me sentí reconfortado.
⚝⚝⚝
Una hora más tarde se
me vino el mundo encima. Literalmente. Mientras corría sin saber hacia dónde,
tuve la convicción de que se trataba de un terremoto invertido. En los momentos
de desesperación el entendimiento deja paso al costado más animal del ser
humano. A veces, se demora más de lo aconsejable en regresar. Que fue un avión,
que penetró íntegro en la cara del edificio contra el que yo apoyaba indolente
la espalda, que se trató de un atentado, son datos que fui incorporando con el
tiempo. Estuve tres noches sin dormir. Las primeras curaciones me las hicieron
los bomberos. Tenía la cabeza vendada y debajo de la venda, permanente, un
ardor expandido similar al de cien picaduras de abejas. Había ido a Estados Unidos
en busca del despegue económico y casi se me cae un avión encima. Dije lo que
sabía, que era nada, y logré que me deportaran. Mientras me trasladaban al
aeropuerto Kennedy no podía dejar de pensar: ellos están muertos y yo no. Debía
repetírmelo constantemente para convencerme de ambas afirmaciones, porque lo
cierto es que no estaba seguro de que ninguna de las dos fuese verdadera.
⚝⚝⚝
En Buenos Aires me
hospedé un tiempo en casa de mi prima La Gorda. Que no es ni mi prima ni gorda.
Una de esas relaciones que atraviesan la adolescencia de uno sin que uno sepa
muy bien dónde ubicarlas hasta que el padre, la madre o el propio interesado le
adjudican un significante por aproximación. Entonces, la incertidumbre
desaparece y deja lugar al tranquilizador amparo que ofrecen las categorías: Mi
prima La Gorda. Ella, me llamaba corazón. Después, alquilé una pieza en el
hotel Campichuelo, equidistante a pocas cuadras de los dos parques donde
desplegaba mi actividad laboral: el Rivadavia y el Centenario. Casi al mismo
tiempo empecé el tratamiento en el Hospital de Quemados. La costra que había
sobrevenido después de la quemadura empezó a inflarse y por entre las grietas
comenzó a drenar una sustancia amarillenta. Yo la recogía en un dedo y la
llevaba delante de la nariz para olerla. Las asquerosidades que es capaz de
producir el ser humano no dejan de sorprenderme. Me diagnosticaron una
infección y curaciones cada cuarenta y ocho horas. Las curaciones me las hacía
una enfermera joven, flaca y no del todo fea, que debajo del guardapolvo no
usaba corpiño. Se llamaba Patricia. Hay ocasiones en que muchas coincidencias
no bastan para amalgamar dos certidumbres y hay veces que con una sola alcanza.
Ella también vivía en Caballito.
⚝⚝⚝
Tenía una hija de dos
años con la que me entendí de inmediato. A tal punto que, al poco tiempo,
decidimos que yo la cuidara por las tardes. Hay determinaciones que a veces
terminan, por carácter transitivo, acarreando beneficios colaterales a las
motivaciones que las originaron. En este caso, la raíz fue financiera: la mujer
que cuidaba a la nena cobraba el triple de lo que yo obtenía por la venta de
sahumerios. Pero además, Clarita dio un vuelco en su conducta desde que empezó
a compartir sus tardes conmigo. Ser la pareja de su madre pero no su padre me
otorgaba un mayor margen de maniobra. Erradiqué de cuajo los berrinches a los
que parecía tan afecta. Ante un capricho no dudaba en proporcionarle el objeto
que lo provocaba. Una estrategia elemental pero eficaz. Después del mediodía la
retiraba del jardín y la llevaba al parque Rivadavia. Al principio, me sentí
extraño en ese nuevo rol: había cruzado al otro lado del mostrador. Ahora, los
vendedores ambulantes eran los otros. En cuanto a Clarita, no demandaba
demasiada atención. Era capaz de pasarse tres horas alternando entre correr
palomas y jugar en el arenero. Sólo requería de mi parte la mirada. El resto de
mis sentidos quedaban disponibles para que los empleara a discreción.
⚝⚝⚝
Tengo la manía de
configurarle vidas a la gente. Tal vez a partir de la certidumbre de que nadie
vive la vida que querría vivir, no me propongo la tarea de prefigurar aquella
otra, sino la menos vana de adivinar la verdadera. Y no teniendo nada mejor qué
hacer, a eso me dediqué durante todo aquel verano. Mientras Clarita oscilaba
dentro de mi campo visual yo le imaginaba una vida al vendedor de pochoclos, a
la chica de los globos, al del puesto de panchos… Especulaba acerca de los
barrios donde vivirían, los hábitos culinarios, las rencillas familiares. Con
algunos cruzaba un saludo, dos palabras meteorológicas, alguna convención respecto
del desarrollo madurativo de Clarita. Y de todos ellos, con el paso de los
días, a quien más empecé a frecuentar fue a la chica de los globos. A los que sufren
alguna deficiencia mental es difícil calcularles la edad, pero arriesgaría que
andaría entre los veinticinco y los treinta años. En la cara tenía, fija, la
mueca de una sonrisa que se enseñoreaba en los únicos dos dientes que podían
detectarse a simple vista. Lo que estaba en el lugar del pelo era una ristra de
terminales de fibra óptica. Su atuendo consistía en un saquito de lana y una
pollera hasta los tobillos cualquiera fuese la temperatura ambiente. Y me
buscaba para saludarme. Sucedió un par de días: un sonido que iba articulándose
a fuerza de repeticiones terminaba por hacerme girar la cabeza instintivamente
para darme de frente con dos dientes como mascarones de proa de una sonrisa
recién inaugurada. Después, para ahorrarme el sobresalto, ni bien llegaba al
sector de los juegos, el que la buscaba para darle las buenas tardes era yo.
Así habremos estado durante todo el verano y hasta bien entrado el otoño. De a
poco, al saludo empezó a sucederle algún comentario acerca de la marcha del
negocio. Ella se quejaba, decía que estaba en la lona, que con lo que vendía a
duras penas le alcanzaba para reponer mercadería. Entonces, fui deslizando una
que otra sugerencia y vi que me escuchaba, me prestaba atención. Yo conocía el
paño. No había hecho otra cosa en mi vida que vender en la calle. Lo que ella
ofrecía no eran exactamente globos. Se trataba de figuras infladas con gas pero
un poco más estructuradas que un globo común y corriente: avioncitos, osos o
platos voladores hechos de un material más rígido que la goma, con brillos
cromados o dorados. Demasiado, para una madre de Caballito que saca a ventilar
un rato a su prole. Como quien no quiere la cosa la fui persuadiendo de que
incorporara al atado que flotaba sobre su cabeza alguna chuchería más barata o,
si estaba dispuesta a jugarse a un cambio radical, que probara en la zona de
Recoleta. Jamás puso en práctica ninguna de mis sugerencias.
⚝⚝⚝
Los vaivenes en la
disposición mental de las criaturas son insondables. Hacía al menos cuatro
meses que Clarita me veía conversar un rato cada tarde con la vendedora de globos
y nunca había prestado la menor atención a ninguna de las figuras. Sin embargo,
una tarde se le antojó un Winnie Pooh. Pergeñé las más diversas estrategias de
disuasión pero no hubo caso. Le mostré las palomas, la llevé a ver las flores,
la hamaqué media hora… Cuando llegó a la instancia de tirarse al suelo y
patalear girando en redondo opté por comprarle la figura. Me agarró sin
sencillo.
—Te lo pago mañana
—le dije a la chica.
Ella se limitó a
enseñarme las dos paletas superiores. No volvió por la plaza nunca más.
⚝⚝⚝
Una semana más tarde
empezó a llamarme la atención su ausencia. Cualquier cuentapropista sabe cómo
es el negocio: el que no trabaja no come. Y como no era mucho en lo que podía
ocupar mi mente, su deserción fue abarcando cada vez más espacio en mis elucubraciones.
Hasta que se me ocurrió indagar. Para ser sincero, creo que la motivación tenía
menos que ver con la deuda que mantenía con ella que con la posibilidad de
verificar en cuánto había acertado en mis proyecciones respecto de su vida.
El vendedor de
pochochos ni siquiera sabía de quién le estaba hablando. El de los panchos sí
sabía pero ignoraba todo acerca de la chica. No me quedaban demasiadas opciones.
El del kiosco tampoco supo suministrarme ningún dato, pero un par de semanas
más tarde, ya avanzado el invierno, a Clarita se le antojó una leche
chocolatada.
—Usted andaba
preguntando por la que vendía globos ¿no? —me soltó el kiosquero. A esa altura,
ya casi había olvidado la cuestión.
—Necesitaba ubicarla…
—argumenté.
—El que puede saber
algo es Barney —dijo.
—Barney —repetí.
—El que vende globos
los fines de semana…
—Barney.
—El mismo.
Barney era Barney, el
dinosaurio. Un muñeco violeta de casi dos metros que miraba a través de la
boca. Cuando le describí a la persona que buscaba hizo oscilar un par de veces
la cabeza hacia delante y atrás. Tuve la sensación de estar hablando con un
buzón. La voz partía desde tan atrás que al emerger a la superficie apenas si
perduraba en ella el sentido de lo que quería transmitir. Lo que entendí fue
que una vez le había acarreado en la bicicleta un tubo de gas elio hasta la
casa. Estuvo como diez minutos para acordarse el nombre de la calle. Para el de
las entrecalles demoró un poco más.
⚝⚝⚝
Era en el Abasto. Los
jueves, Patricia vuelve antes del hospital. Así que le dejé la nena y salí.
Anochecía. Las quince cuadras las caminé con la sensación de que estaba malgastando
mi tiempo. Fue esa presunción lo que me mantuvo andando. La cuadra era una boca
de lobo. Encaré al único ser humano que se me cruzó en el camino: una mujer que
arrastraba un changuito entre los manchones de sombras que hacían oscilar la
vereda. Le pregunté por una chica que vendía globos. Le ahorré la descripción.
Sus facciones se ablandaron pero no se detuvo. Señaló hacia la vereda de
enfrente.
—Me parece que es
allá —dijo. Y aceleró la marcha.
Allá, era una puerta
de rejas tras la cual se adivinaba un pasillo interminable. En el tapial había
una fila de ocho timbres. Decidí empezar por el último. Mientras el bulto oscuro
iba emergiendo desde el fondo del pasillo me acordé que no había preparado nada
qué decir.
⚝⚝⚝
Así que ahí estaba.
Con la cabeza apoyada en el caño de una pistola, pensando cómo resumir del modo
más convincente lo que acabo de narrar, cuando detrás de una cortina de tela
floreada apareció un espectro precedido por dos dientes. Acaso por la sorpresa,
la sonrisa demoró unos cinco segundos en completarse.
—Hola —dijo—. ¿Qué
hacés vos acá?
El del turbante habló
antes que yo:
—Decime que lo
conocés a este pipistrelo...
A esa altura, podría
decirse que la sonrisa de ella resplandecía.
—Vendía sahumerios en
el parque… —dijo. Me hubiera gustado que se explayara un poco más pero se
encogió de hombros, clausuró la sonrisa y quedó muda.
—Sahumerios —exclamó
el de la cicatriz.
El del turbante, en
cambio, la miró como se mira a alguien que acaba de errar un penal sobre la
hora por tirarlo de rabona. Después, me miró a mí como si el que acabara de
errar el penal hubiese sido yo, pero por patearlo de puntín.
—No te digo… —gritó,
entonces, en dirección al techo. Lo que yo había tomado por un turbante resultó
ser una toalla mojada. Se la arrancó de la cabeza con furia y la arrojó hacia
un rincón. Tenía el pelo negro, brilloso, tirante. El que me apuntaba con la pistola
amagó guardársela en la sobaquera pero de inmediato pareció arrepentirse y
volvió a incrustarla contra mi frente.
—Estabas ojeado,
Antonito —dijo de repente la vieja sin levantar la cara del plato.
—Gracias, Nona
—contestó el del turbante, algo repuesto—. Me calmó bastante. —Deslizó una mano
por su cabeza y la dejó en la nuca, como si se hubiera olvidado.
—Y ahora qué hacemos
—dijo el que me apuntaba.
Por alguna razón, la
chica de los globos volvió a sonreír.
—Yo les avisé… —empecé.
—Vos, cerrá el pico
—me cortó Antonito. Y al de la pistola: —dejame pensar.
Mientras pensaba, a
través de la claraboya llegó nítida la puteada que una mujer le descerrajó a un
tal Ezequiel.
—¿Sabés manejar, vos?
—me soltó Antonito, al cabo de un par de minutos de reflexión.
—Manejo desde los
quince años —dije, sin cuestionarme demasiado el tenor de la pregunta.
—Contestá lo que se
te preguntó —dijo el que me encañonaba.
Dudé un segundo porque
ahora no sabía cómo responder sin que me malinterpretaran. Vino en mi auxilio
Antonito:
—¿Sabés, sí o no?
—Sí —dije, lacónico.
—¿Estás seguro, Tony?
—tanteó el de la cicatriz.
—No es por nada —le
dijo Tony, que en realidad era Antonito, el que al principio portaba un
turbante—. Pero de tu amigo Insfrán, si te he visto no me acuerdo…
—Raro en Insfrán
—dijo el que me encañonaba—. El quía está con la condicional… Mientras no se
haya mandado ninguna macana…
—¿Usted qué opina
Nona? —preguntó Tony.
—No me gusta —dijo la
vieja—. Pero se conoce que a ese dichoso Insfrán algo debe haberle pasado…
—Guardá —ordenó Tony,
entonces, al que me apuntaba. Y a mí—: Parece que estás de liga, pajarito. Si
te portás bien, esta noche podés ganarte más de lo que juntás vendiendo
inciensos en cinco años. Pero si la llegás a cagar, te vamos a dejar el cráneo
como un colador. ¿Te cabe?
—Antonito, la boca.
—dijo la vieja.
—Disculpe, Nona, es
que estoy medio sacado…
Dicho esto, consultó
su reloj pulsera y anunció que todavía faltaban dos horas.
—Narda, poné para
hacer mate —le ordenó a la chica de los globos.
⚝⚝⚝
La culpa de todo había
sido del infeliz de Barney, que me había dicho que la chica se llamaba Miguela.
La chica resultó ser la hermana de Tony. No pude determinar si la vieja era la
madre o la abuela de ambos. El que me apuntó a la cabeza la mayor parte del tiempo
se llamaba Arévalo, y al de la cicatriz, lo llamaban con el absurdo apodo de El
Primi. En la situación en que me encontraba tuve resto para pensar con satisfacción
que, sin contar a los tres monos que se despatarraban alrededor de la mesa, no
le había errado por mucho a la vida que le había pergeñado a la chica.
Evidentemente, el orgullo es un sentimiento irresponsable. A todo esto, llevaba
ahí más de una hora y todavía no me habían adelantado de qué iba la cosa. En un
momento, se me ocurrió decir que tenía que avisarle a mi mujer que iba a
retrasarme un poco.
—Retrasarme un poco…
—repitió El Primi, puntual. Y desató la algarabía.
⚝⚝⚝
Mientras Narda cebaba
mates la vieja se puso a pelar una cebolla en su rincón. Todo sucedía entre
esas cuatro paredes exiguas, como en una obra de teatro de bajo presupuesto.
Después de todo, la chica sí había seguido mis consejos. Se había instalado en
la plaza Vicente López y no le iba mal. Entre mate y mate me dio algunos
detalles de su nuevo paradero. Era con la única que se me permitía intercambiar
algunas palabras. Cada vez que intenté comunicarme con alguno del resto fui
cortado en seco por Tony:
—Vos, callado, pajarito.
Debió haber
transcurrido otra hora larga cuando de repente Tony se puso de pie.
—Primitivo —llamó—.
Dale, cazá la bolsa.
El aludido fue hasta
el rincón donde la vieja cocinaba y volvió con un bolsón que se colgó del
hombro. Hacía años que no veía un bolso de ese tipo: parecido a las bolsas de
arena con las que entrenan los boxeadores. Arévalo también se había parado y
empezó a desperezarse.
—Vamos, pajarito —me
dijo Tony—. Llegó la hora.
⚝⚝⚝
Una vez que me
acostumbré a los comandos, pude relajarme un poco. El auto no era gran cosa, un
Renault 11 de quince años de antigüedad con un guardabarros de otro color. La
débil llovizna resultaba escasa como para accionar el limpiaparabrisas pero
suficiente para empañar el vidrio. El embrague estaba gastado y la segunda
presentaba cierta resistencia. La óptica izquierda estaba quemada. Esa
secuencia de contrariedades le dio continuidad al desatino.
—Manejá tranquilo —me
había advertido Tony, sentado a mi lado—. Y acordate que tenés una 38
apuntándote a los pulmones.
Me indicaron que
tomara por Directorio hasta Jujuy y que ahí girara a la derecha. Cuando
quedamos bloqueados por el estadio de Huracán lo miré a Tony.
—Izquierda —dijo. Y
enseguida—: Derecha.
Ante cada maniobra,
yo buscaba en el retrovisor la cara de El Primi. Me impacientaba no poder
determinar la dirección de su mirada. Su cabeza era una proximidad oscura que
enajenaba el fondo insustancial de mi devenir.
Anduvimos unas pocas
cuadras más y el asfalto se convirtió en barro, la iluminación en sombra y las
casas en pedazos de madera amontonados sin la menor simetría. Y a cada muerte
de obispo, una lamparita raquítica demarcando la oscuridad. Supongo que la
lluvia y el frío habrían empujado a los habitantes hacia el interior de esos
tugurios, porque en los quinientos metros que recorrimos en ese andurrial no
vimos una sola persona. Apenas dos perros que nos siguieron un trecho
mostrándonos los dientes como si mordieran aire.
—Acá —dijo Tony—.
Arrimate al toldito.
El toldito era un
trapo adosado a dos palos que flameaba delante de una casilla.
—Apagá las luces y
dejá el motor prendido.
Bajaron los tres e
intercambiaron unas palabras en medio de la huella por la que habíamos llegado.
El bolso lo sostenía Arévalo, y a juzgar por la tensión de los brazos, debería
pesar sus buenos kilos. Después del breve conciliábulo, Arévalo le pasó el
bolso a El Primi y cruzó para ir a recostarse contra el lateral del rancho de
enfrente con la pistola entre las manos. Los otros dos encararon por el costado
del toldito y desaparecieron en la oscuridad.
⚝⚝⚝
Empezaba a
tranquilizarme cuando sonó la primera detonación. Debió haber sido a los diez
minutos de haber llegado. El ruido me hizo acordar a uno de esos cohetes que de
chicos raspábamos contra el borde de la cajita y dejábamos que nos explotaran
en la mano. De no ser porque Arévalo cruzó agachado y se ocultó detrás del
guardabarros apuntando en dirección al toldito, yo no le habría prestado la
menor atención. Y a partir de ese primer disparo comenzaron a sucederse otros,
no en seguidilla, sino de manera esporádica. Uno aquí... Otro allá… Un hiato de
silencio y dos explosiones seguidas… Se ve que no se trataba de tirar a lo
loco. La cosa era meditada. Y por lo visto, el tiroteo tampoco debía constituir
algo excepcional en el barrio, ya que no se asomó un sólo curioso ni se
encendió una sola luz. Yo había puesto primera desde el momento en que escuché
el primer tiro, y cuando por detrás de la casilla apareció Tony trastabillando
en el barro, encendí las luces. En el tiempo que tardó en acomodarse en el
asiento trasero, Arévalo vació dos cargadores.
—Apagá las luces,
pelotudo —me gritó Tony. Por la agitación deduje que debía de haber corrido un
buen trecho. Arévalo se zambulló detrás de Tony y ahí sí, solté el embrague y
salí arando.
⚝⚝⚝
—Manejá normal.
El que habló, esta
vez, fue Arévalo. Yo intenté manejar todo lo normal que se puede manejar en una
noche de lluvia a la una de la madrugada por una huella de barro y en medio de
una balacera.
—Nos quisieron
mejicanear la guita —informó Tony—. Me la dieron acá los hijos de remil putas.
Arévalo dejó caer un
maletín de cuero en el asiento delantero.
—Dejame ver —dijo—.
¿Duele?
—Como la puta madre…
Yo alternaba la
atención entre la huella de barro y el maletín. Entre el maletín y el espejo
retrovisor. Estuve tentado en preguntar por El Primi, pero no me pareció el
momento.
—Hay mucha sangre
—dijo Arévalo—. Habría que parar en un hospital.
—Ni en pedo.
Enseguida buchonean a la taquería... Yo conozco un médico de confianza… ¿Sabés
volver, pajarito?
Era la misma voz de
hacía una hora atrás, pero treinta años más vieja.
—¿Al Abasto?
—pregunté.
—No. A la concha de
tu hermana… Al Abasto, sí ¿Adonde va a ser?
Cuando se terminó la
tierra tomé por Vélez Sarsfield hacia el norte. La lluvia había amainado y yo
iba por el carril de la derecha, casi pegado al cordón, a no más de cuarenta.
La avenida parecía transpirada y el impacto lumínico fue como entrar en un
Shopping.
—Así, pajarito. Seguí
así que vas joya… —me dijo Arévalo. Por el retrovisor vi que iba inclinado
encima de Tony sujetándole el brazo izquierdo con las dos manos.
—Aguantá que cuando
llegamos te hago un torniquete —le dijo.
Acabábamos de pasar
Suárez. Frente a la parrillita de la esquina todavía había un par camiones
estacionados y adentro se veía luz. Me acordé que estaba sin cenar y se me hizo
agua la boca.
⚝⚝⚝
Mi prima La Gorda
vive a tres cuadras de Amancio Alcorta y Vélez Sarsfield. Así que yo conocía la
zona bastante bien. Sabía que dos cuadras antes de Caseros, delante de la
plazoleta, está la seccional 28. Cien metros antes disminuí la marcha y miré
por el retrovisor. Parecían una parejita en el autocine. En la puerta de la
comisaría había dos policías conversando y uno de consigna unos metros más
allá. Pasamos por adelante a paso de hombre. Calculé llegar al semáforo justo
cuando cambiara a rojo. Frené pegado al cordón. En un solo movimiento tomé el
maletín, saqué las llaves y abrí la puerta. Rodee el auto y subí a la vereda.
No alcancé a comprender lo que me gritaron desde el interior.
—Buenas noches,
agente —le dije al que estaba de consigna.
Como toda respuesta,
el policía amagó con llevarse un dedo a la gorra. Tomando en cuenta la hora, no
es poca cosa el gesto.
Seguí caminando hacia
el lado de Amancio Alcorta. En casa de mi prima La Gorda, una botella de vino y
un pedazo de queso no faltaron nunca.
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