¿Cómo nombrar ese movimiento
“del” y “en” el analista que a veces lo transforma de un modo sorpresivo en el
curso de un tratamiento? Y no nos referimos aquí a los efectos más o menos
transitorios del fenómeno contratransferencial sino a los efectos permanentes
en su subjetividad que dejan en el analista ciertos momentos del encuentro
clínico con los pacientes.
Los diversos Congresos, Simposium
y Conferencias, Talleres y demás
encuentros psicoanalíticos, en cuyas ponencias abundan las consabidas fórmulas:
“como dijo Zultano…”o “en el seminario XXXV Fulano nos dice que…”, o bien: “ya
sabemos que Mengano estableció en sus Escritos que…” - trabajos plagados de formas
retóricas que intentan respaldar lo que se está disertando en la autoridad sagrada
de quien sea-, resultan ser acontecimientos académicos tan aburridos como
inútiles. Y, para empeorar las cosas, las viñetas clínicas que se agregan a
esos trabajos solo vienen a tratar de confirmar lo recontra confirmado y a
ilustrar lo recontra ilustrado.
Todo parece hecho al servicio de
reforzar los vínculos de pertenencia a determinada línea teórica dentro del
psicoanálisis (sí amigo lector, existen otras perspectivas teóricas además de
la que usted profesa). La síntesis de esta tendencia escolástica se plasma en
el modo en que se redactan las referencias clínicas que se ofrecen a los
colegas, porque una historia clínica no debería –como en general sucede-
proponerse confirmar alguna una presunción respecto del desenlace o curso de un
tratamiento, tampoco debería ilustrar algún aspecto especial de la teoría. La
referencia a los autores consagrados, tanto como el objetivo de “ilustrar” y
“demostrar”, solo intenta mostrar la concordancia de lo que sucede con un
paciente en el terreno clínico y lo esperado teóricamente que suceda…
Creo que sería mejor invocar no
una historia clínica sino más bien momentos
o instantes perdidos en un tratamiento, “fracturas, en todo caso –más que
fragmentos- de una historia”, conmociones en el curso de una sesión.
Sostener en un tratamiento ese
movimiento pleno de eventos singulares es difícil. La tentación del analista de
dejarse guiar por el Dios Cronología, de orientarse con las alternativas de un
“antes” y un “después”, del “tenía que suceder así”, etc., asesina al aspecto sorpresivo e intespestivo
del despliegue subjetivo. “Cambio de posición subjetiva” se dice, ¡genial!, pero la Verdad –entonces- ya no habla[1],
porque a partir del Logos establecido por el analista, todo el movimiento transferencial parece someterse –sin mayores
resistencias- al discurso lógico tan previsible para algunos analistas.
No se trata de que el paciente
deba ser insituable para el analista, se trata de que a éste le cueste caro
encontrarlo, que cuando diga “Ah, te agarré!” sea él mismo (el analista) quien
se pierda de vista, quien estalle y se haga otro. Analista y paciente deberían
ser –a pesar de los años compartidos- dos desconocidos (seres quizás amigables
entre sí pero que conservan siempre cierto margen de extrañeza el uno para el
otro). Es cierto, tienen hábitos comunes, han generado cierta familiaridad con
el correr de los encuentros, pero así y todo nunca llegan a conocerse
realmente, hay un punto en que se miran con inquietud. No es que se tengan
desconfianza, al contrario, se trata de la esperanza transferencial de ser un
poco otra cosa de lo que la expectativa común espera confirmar, de algo
distinto a lo que parecen ser.
¿Cómo nombrar ese movimiento
“del” y “en” el analista que a veces lo transforma de un modo sorpresivo en el
curso de un tratamiento? Y no nos referimos aquí a los efectos más o menos
transitorios del fenómeno contratransferencial sino a los efectos permanentes
en su subjetividad que dejan en el analista ciertos momentos del encuentro
clínico con los pacientes.
En los medios analíticos -y de un
modo cada vez más frecuente-, se escucha decir que en la dirección de las curas
siempre se pone en juego algo que pertenece a la singularidad del analista. Si bien es cierto que se apuesta a un
“vaciamiento del ser” del analista en su función, se empieza a afirmar la idea de que algo que
le es propio está incluido en cada una de sus operaciones. Hay vacilaciones en
la definición de este compromiso de algo “personal” del analista, en general,
no se sabe nombrar bien a ese “algo propio” que éste pondría en juego en los
tratamientos. Se admite que ese algo
se “pone en juego”, pero nunca que sea –como muchas veces lo es-
absolutamente “necesario” para el curso
de ciertos tratamientos.
El reconocimiento de esa presencia del analista en la dirección
de las curas a menudo es batallada desde cierta militancia idealizada –y mal
entendida- de la abstinencia y neutralidad del analista en los tratamientos,
otras consignada con resignación, como si fuera una confesión: se trataría de
algo así como una contaminación inevitable –pero benigna- de la que –en algunos
casos- se podría sacar algún partido....
Finalmente, se dice que en cada
“acto analítico”, en cada una de las decisiones del analista -en cuanto a
cuándo y cómo intervenir-, se filtra
siempre –de manera variable- algo de la singularidad del analista, pero nuevamente
no se sabe bien qué anima esta constatación, si la resignación frente a lo
inevitable o el sentimiento de cierto protagonismo necesario en el ejercicio de
la función analítica. Parecería que cierto rigor superyoico no facilita la
reflexión adecuada de esa singularidad que los analistas comprometen en cada
uno de los tratamientos que dirigen.
[1] Se alude al aforismo lacaniano:
“yo, la Verdad, hablo!”
Si "el principio de realidad" es siempre desde una puesta en función de la ausencia, en el sentido que se habla de lo que no es, ¿que posibilidad de sustraerse como analista y su singularidad? Tal vez los principios superyoicos de sustraerse del protagonismo empañen la creatividad necesaria para la escucha.
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