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Todos los domingos llueve - Por Rubén Bernabiti

No digo el primero ni el segundo, pero ya el tercer domingo consecutivo de lluvia resultó inadmisible. Y no tanto por el perjuicio que pudiera infligir a los planes de las familias que aguardan el domingo como un desahogo, sino por lo siniestro de la repetición en sí


Al fin y al cabo, uno se acostumbra a todo. En mi caso, ya ni noto la diferencia. Los sábados, cuando salgo del taller, paso por el video club y elijo una película. Me demoro delante de las góndolas, leo el dorso de las cajas. Trato de prefigurar, a partir del resumen del argumento, el tenor de la historia. Ni muy dramática, ni demasiado liviana, desecho las comedias, las de aventuras, las de terror. Al rato, las imágenes se agolpan en mi cabeza. Por lo general, termino decidiéndome por la primera que había escogido.
En casa, Elena me espera con la mesa puesta. Cenamos en silencio, inmerso cada uno en sus pensamientos, ocupados en la edificación de la coraza que habrá de guarecernos de eso que se aproxima, como quien vela las armas de un duelo del que sabe que saldrá ileso pero que no puede eludir. Antes de acostarme verifico que la puerta tenga llave, que estén las tres persianas bajas, la toalla encima de la jaulita. En eso consiste todo el preparativo.
El domingo me despierto tarde. Elena, no. A ella le gusta madrugar. Siempre encuentra algo en qué ocupar la mañana. Cuando me levanto ya está todo listo. La casa ordenada, el desayuno preparado, el almuerzo en marcha. Es como si ella no durmiera. Como si pasara la noche en la expectación del domingo que se aproxima. Yo me doy un buen baño de inmersión y después de comer levanto la mesa y lavo los platos. Cuando termino con la cocina voy a recostarme junto a ella, que ya está dormida. Hojeo una revista o miro el techo. A veces, consigo dormitar un rato. Para cuando Elena despierta ya tengo listo el mate y entonces miramos la película. La viscosidad del tiempo termina enredada en esos gestos.
No voy a negar que al principio pudiera resultar desolador, como todas las cosas que irrumpen por la fuerza. Los comentarios, en el taller o en el ascensor, denotaban el fastidio de la gente. Imprecaban, incrédulos, a la fatalidad, a la mala suerte o al desastre, según el grado de pesimismo de cada uno. No digo el primero ni el segundo, pero ya el tercer domingo consecutivo de lluvia resultó inadmisible. Y no tanto por el perjuicio que pudiera infligir a los planes de las familias que aguardan el domingo como un desahogo, sino por lo siniestro de la repetición en sí. Y empezó la psicosis: a partir de los sábados al mediodía no se daban tres pasos sin alzar la cara hacia el cielo; la menor ráfaga de viento o la nube más insignificante eran suficientes para justificar cualquier rapto de malhumor. Para ese momento, el pronóstico meteorológico ya se había convertido en una cuestión de estado: saltó a la tapa de los diarios, se constituyó en el tema de conversación obligado. La gente, indignada, prorrumpía en improperios y quejas y el estado reinante durante toda la semana era la desazón.
Hacia el tercer o cuarto mes, sin embargo, esto empezó a amainar. Con el paso del tiempo, hasta la misma resignación fue relegándose al olvido. Como digo, las cosas fueron volviendo a la normalidad, que, en estos casos, viene a encarnarse en cualquier tipo de rutina más o menos predecible. Después de todo, qué otra cosa es la norma sino la subjetividad del mayor número.
Que el fenómeno ocurra sólo en la ciudad de Buenos Aires no hace más que resaltar lo caprichoso de este nuevo orden. Ya no recuerdo si lo soñé o si alguien explicó que los límites de la lluvia se extienden desde Ingeniero Budge, al sur, hasta el Río de la Plata, al norte. Los recreos y espacios al aire libre en el Gran Buenos Aires tomaron un impulso económico importante a partir del momento en que se empezó a aceptar que no se trataba de un fenómeno pasajero. En la ciudad, los más osados techaron piscinas y parrillas, los cautos, en cambio, todavía permanecen expectantes y los fines de semana optan por viajar. Durante el verano se producen embotellamientos de hasta diez kilómetros en las autopistas. Mientras, aquí, los shoppings y locales de juegos para chicos hacen su agosto...
De todo esto, naturalmente, me fui enterando por comentarios oídos de refilón en la oficina, en la cola del supermercado o en el colectivo. Nunca hablé del asunto con nadie. Porque así como cada cual eligió su rutina yo armé la mía en consonancia con mi carácter: opté por el aislamiento como estrategia para sobrellevar la carga. Y Elena otro tanto. Jamás mencionamos el tema. Ni entre nosotros ni con ninguna otra persona. Es como si hubiéramos establecido un acuerdo tácito, como si los dos pensáramos que el no invocar la desgracia es una forma efectiva de invisibilizarla.
Como he dicho, los domingos no nos movemos de casa, no encendemos la televisión ni la radio. A lo sumo, ponemos alguna música tranquila en el espacio de tiempo que media entre el final de la película y la cena. Un sonido de fondo que impide escuchar la lluvia al otro lado de las persianas. Para entonces, el lunes ya está a la vuelta de la esquina.
Por otra parte, a esta altura, sólo los inadaptados siguen quejándose de los domingos lluviosos. Los temas recurrentes de la mayoría de mis compañeros de trabajo volvieron a ser el fútbol, las rencillas familiares o las infidelidades en la farándula. Y bien mirado, no habría por qué asombrarse de algo que analizado fríamente no encarna otra cosa que una de las combinaciones posibles en la ronda del azar. Como revolear infinitamente una moneda al aire y que cada siete veces caiga siempre cara. Se podrá decir que es altamente improbable. Podrá causar estupor. Pero imposible no es. Y lo que no es imposible, como diría Perogrullo, es posible.
Y no vaya a creerse que a nosotros no nos afectó el cambio. Lo sufrimos como cualquier hijo de vecino. La diferencia está en que supimos amoldarnos, lo sobrellevamos con estoicismo. Antes del accidente, por ejemplo, los domingos a la mañana Elena preparaba unos sándwiches, yo cargaba el triciclo en el baúl del auto y nos íbamos los tres a los bosques de Palermo. Comíamos debajo de un árbol, jugábamos a la paleta, escuchábamos el partido... Nada del otro mundo, es cierto, pero lo disfrutábamos de lo lindo. Nunca necesitamos de grandes aspavientos para sentirnos a gusto. La felicidad consiste en saber adaptarse. Es por eso que aquí me ven ahora. Apesadumbrado, de acuerdo, pero sin andar haciendo tanta alharaca porque ya no haya más domingos con sol.

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